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Pablo Neruda: Pido silencio
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach Partita para fagot solo Bassoon Youtube.com Ahora me dejen tranquilo. Ahora se acostumbren sin mí. Yo voy a cerrar los ojos. Y sólo quiero cinco cosas, cinco raíces preferidas. Una es el amor sin fin. Lo segundo es ver el otoño. No puedo ser sin que las hojas vuelen y vuelvan a la tierra. Lo tercero es el grave invierno, la lluvia que amé, la caricia del fuego en el frío silvestre. En cuarto lugar el verano redondo como una sandía. La quinta cosa son tus ojos, Matilde mía, bienamada, no quiero dormir sin tus ojos, no quiero ser sin que me mires: yo cambio la primavera por que tú me sigas mirando. Amigos, eso es cuanto quiero. Es casi nada y casi todo. Ahora si quieren se vayan. He vivido tanto que un día tendrán que olvidarme por fuerza, borrándome de la pizarra: mi corazón fue interminable. Pero porque pido silencio no crean que voy a morirme: me pasa todo lo contrario: sucede que voy a vivirme. Sucede que soy y que sigo. No será, pues, sino que adentro de mi crecerán cereales, primero los granos que rompen la tierra para ver la luz, pero la madre tierra es oscura: y dentro de mí soy oscuro: soy como un pozo en cuyas aguas la noche deja sus estrellas y sigue sola por el campo. Se trata de que tanto he vivido que quiero vivir otro tanto. Nunca me sentí tan sonoro, nunca he tenido tantos besos. Ahora, como siempre, es temprano. Vuela la luz con sus abejas. Déjenme solo con el día. Pido permiso para nacer.
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach Partita para fagot solo Bassoon Youtube.com Ahora me dejen tranquilo. Ahora se acostumbren sin mí. Yo voy a cerrar los ojos. Y sólo quiero cinco cosas, cinco raíces preferidas. Una es el amor sin fin. Lo segundo es ver el otoño. No puedo ser sin que las hojas vuelen y vuelvan a la tierra. Lo tercero es el grave invierno, la lluvia que amé, la caricia del fuego en el frío silvestre. En cuarto lugar el verano redondo como una sandía. La quinta cosa son tus ojos, Matilde mía, bienamada, no quiero dormir sin tus ojos, no quiero ser sin que me mires: yo cambio la primavera por que tú me sigas mirando. Amigos, eso es cuanto quiero. Es casi nada y casi todo. Ahora si quieren se vayan. He vivido tanto que un día tendrán que olvidarme por fuerza, borrándome de la pizarra: mi corazón fue interminable. Pero porque pido silencio no crean que voy a morirme: me pasa todo lo contrario: sucede que voy a vivirme. Sucede que soy y que sigo. No será, pues, sino que adentro de mi crecerán cereales, primero los granos que rompen la tierra para ver la luz, pero la madre tierra es oscura: y dentro de mí soy oscuro: soy como un pozo en cuyas aguas la noche deja sus estrellas y sigue sola por el campo. Se trata de que tanto he vivido que quiero vivir otro tanto. Nunca me sentí tan sonoro, nunca he tenido tantos besos. Ahora, como siempre, es temprano. Vuela la luz con sus abejas. Déjenme solo con el día. Pido permiso para nacer.
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×Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_Prelude in E minor Youtube.com I Quizás olvidaremos, pues siempre hay que olvidar; pero escucha los remos cantando sobre el mar... Bajo este cielo claro tu alma llega a la mía, como la luz de un faro desde la lejanía. Así como la espuma pasará este momento, nuestra ilusión se esfuma, como la espuma al viento; pero en el alma sola, si un gran amor la llena, hay algo de la ola y hay algo de la arena. II Náufrago de su espanto, piloto de su hastío, el mar canta en su canto que ya tu amor es mío. Yo soy la vela rota que da al aire su duelo, y tú eres la gaviota que va a estrenar su vuelo. Pero aún quedan futuros que yo desconocía en tus ojos oscuros, donde nunca es de día. Aún hay algo postrero mas allá del olvido, y en tu amor recupero todo lo que he perdido. III Ni digo que te quedes ni quiero que te vayas, pues soy como las redes tendidas en las playas. Arroyo de ternuras, hazme tuyo en lo mío, llenando de agua pura mi cántaro vacío. Ya mi voz tiene un eco; ya mi voz no se pierde... Por eso el tronco seco retoña la hoja verde. Y así mi vida espera la gracia de un retoño, como la primavera que ilumina un otoño. Por eso, aunque olvidemos que siempre hay que olvidar, ¡oye cantar los remos sobre el dolor del mar!…
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Literatura
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1 Federico García Lorca: Historia de este gallo 18:36
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach Cello Suite 1 in G Youtube.com El año 1830 llegó a Granada, procedente de Inglaterra, donde había permanecido una larga temporada perfeccionando sus estudios, el granadino don Alhambro. En Londres había sorprendido de lejos la belleza de su ciudad natal y llegaba deseoso de observarla hasta en sus más íntimos detalles. Se instaló en un pequeño cuarto lleno de relojes de bolsillo y daba largos paseos, de los cuales volvía con el traje florecido de ese verde musgo melancólico que la Alhambra pone en los aires y en los tejados. Su granadinismo era tan agudo, que masticaba constantemente hojas de arrayán y veía de noche el gran fulgor histórico que Granada envía a todas las demás ciudades de la tierra. Se hizo, además, un excelente catador de agua. El mejor y más documentado catador de agua en este Jerez de las mil aguas. Hablaba del agua que sabe a violetas, del agua que sabe a reina mora, de la que tiene gusto de mármol y del agua barroca de las colinas, que deja un recuerdo a clavos de metal y aguardiente. Amaba con ternura deshecha de coleccionista todos los permanentes filtros mágicos de Granada, pero odiaba lo típico, lo pintoresco y todo lo que trascendía a marcha castiza o costumbrismo. Poco a poco la gente se familiarizó con su figura… Los enemigos decían que estaba loco y que era aficionado a los gatos y a los mapas. Sus amigos, para defenderlo en esta rara sede de los avaros, afirmaban que don Alhambro tenía guardadas cuarenta onzas de oro dentro de un calcetín de seda. Era hombre de corazón panorámico y prudencia económica. Por su levita azul bogaba una etiqueta de cartulina que llevaba su nombre escrito en inglés. Granada era en aquella época una gran ciudad legendaria. Ese poema realizado que odia secretamente todo poeta verdadero. Frescas guirnaldas de rosas y moreras ceñían sus muros. La catedral volvía su grupa redonda y avanzaba como un centauro entre los tejados llenos de sueños y verdes vidrios. A la medianoche, sobre las barandillas y los aleros, candiles y gatos en vilo protestaban de la perfección de los estanques. En la Tienda de los Limones todos los dependientes se pintaban exquisitamente el rostro de amarillo para atender a la clientela. Pasaban cosas realmente extraordinarias: dos niños de mármol fueron rotos a martillazos por el alcalde mayor, porque pedían limosna con las manecitas llenas de rocío. Era entonces Granada, como era siempre, la ciudad menos pictórica del mundo. Don Alhambro la veía dormir desde la Silla del Moro y se daba cuenta de que la ciudad necesitaba salir del letargo en que estaba sumergida. Se daba cuenta de que un grito nuevo debía sonar sobre los corazones y las calles. Una noche de junio, preocupado con esa idea, se durmió en el fondo rizado de un interminable film de brisa que la ventana proyectaba sobre su cabeza. Su sueño estaba lleno de yemas de coco y botellas de un raro whisky marca Machaquito, de arcos de herradura y de grandes páginas escritas en inglés, en las cuales brillaba con fulgor de oro la palabra Spain. ¿Qué hacer, Dios mío, para sacudir a Granada del sopor mágico en que vive? Granada debe tener movimiento, debe ser como una campanilla en manos del charlatán; es necesario que vibre y se reconstruya, pero ¿cómo?, ¿de qué manera? En este momento los cuarenta Carlos Terceros de las onzas, en cuarenta planos diferentes, rodearon a don Alhambro con el ritmo y la locura de los espejos rotos. “Bee, bee, funda un periódico, balaban aristocráticamente los borregos magníficos del perfil de Carlos. Funda un periódico, bee, bee”. Nuestro amigo se despertó súbitamente lleno de frío y de alegría. Le quedaba entre los dientes el retintín de oro y lanas episcopales del sueño, que se iba alejando por sus ojos, lleno de serpentina y caballeros de Francia; del sueño que huía con su morral de anémonas por los cristales de las claraboyas. Un gallo cantó y otro cantó y otro y otro. Los cantos enardecidos y rizados hasta la punta ponían banderillas de lujo en el manso corazón de don Alhambro. Y se decidió a fundar una revista. Primero tuvo la momentánea aparición de San Gabriel, arcángel de la propaganda, rodeado de gallos encantadores. Un segundo más tarde surgió ante sus ojos un gallo único que repetía de muchas maneras el nombre de Granada. “Ya está. El lema será un gallo.” Con este pensamiento, se puso a buscar un gallo vivo para que sirviera de modelo al artista que había de interpretarlo; porque don Alhambro fue siempre de un perfecto naturalismo. Y ¡qué gran casualidad! En aquellos días una cruenta epidemia diezmaba los gallos de la ciudad de Granada. Morían a centenares. Se les ponía la cresta color aceituna y el plumaje se les transformaba en una masa casi invisible que les daba un tinté de aves del desierto, de criaturas de ceniza. Daba pena las madrugadas asomarse a las torres. Se veían apagarse lentamente los “quiquiriquís”, con la misma liturgia que las velas en el tenebrario durante las tinieblas del Jueves de Pasión. Desde la torre de la Vela se podía ver perfectamente el mapa de agudos y rumores de alas de las agonías de los gallos. Nunca se ha conocido epidemia tan inquietante. Don Alhambro recorría las casas lleno de angustia. Sólo encontraba plumas descoloridas y puertas abiertas. En algunos sitios le decían tristemente: “Ya nos lo hemos comido”, y veía flotar en los ojos del que hablaba una cresta diminuta perteneciente ya, por su delicadeza, a la escala de las orquídeas. Pero a pesar de todo, aunque hubiese habido gallos a millares, la busca y esfuerzo de don Alhambro hubieran sido estériles. Recién llegado a la ciudad el millonario Monsieur Meermans, compraba a excelente precio todos los gallos existentes, porque tenía el sibaritisno de comer grandes platos de crestas crudas con un tenedor cuajado de esmeraldas y sentado en una silla de oro macizo. Ya no le quedaba a nuestro héroe otro recurso que robar un gallo del jardín de este insigne coleccionista. Y así lo hizo. Una noche, cuando el reloj daba con generosidad todas las campanadas que tiene, saltó la verja del parque y se internó por las avenidas. Los jardines de los Mártires estaban llenos de gallos. Era un paraíso terrenal de Brueghel, donde resaltaba la única gloria de estas aves cantarinas. Por los cedros, cipreses y rosales asomaban alas de bronce, alas negras, alas empavonadas, vivos puños de bastón o cabezas de pipa. Don Alhambro cogió arrebatadamente un gallo sultán que dormía en una rama y partió lleno de alegría con su tesoro. Al abandonar el jardín, el animal lanzó su quiquiriquí de medianoche. Húmedo quiriquiquí de hongos y violetas, ahogado en la manga del erudito ladrón. En aquella época venturosa Granada estaba dividida por dos grandes escuelas de bordado. De una parte, las monjas del Beaterio de Santo Domingo. De otra, la eminente Paquita Raya. Las monjas de Santo Domingo conservaban en una caja de terciopelo las dos agujas matrices de su escuela barroca, las dos agujas con que hicieron maravillas virginales las artistas sor Sacramento del Oro y sor Visitación de la Plata. Era aquella caja como el fuego vestal que inflamaba el corazón almidonado de las novicias. Elixir permanente de hilo y consulta. Paquita Raya, en cambio, tenía un arte más popular, más vibrante, un arte republicano, lleno de sandías abiertas y de manzanas endurecidas sobre el tejido. Arte de exactas realidades y emoción española. Todas las personas morenas eran partidarias de Paquita. Todas las rubias, castañas y un pequeño núcleo de albinas, partidarias de las monjas. Aunque hay que confesar que las dos escuelas eran maravillosas, porque si las religiosas del Beaterio triunfaban empleando una tonelada de oro en el manto para la Soledad de Osuna, Paquita triunfaba en Bruselas con un bordado representando el Patio de los Leones, en el cual había más de cinco millones y medio de puntadas. No dudó mucho don Alhambro qué tendencia debía adoptar para realizar su proyecto. Con el sordo hervor de la prisa, se dirigió a la casa de la bordadora y puso su mano escuálida sobre la mano cortada del postigo. ¿Quién es? Hacía un frío limpio de nubes. La cuesta de Gomeles bajaba llena de heladas agujas de fonógrafo. Era la una de la madrugada. El duelo de los surtidores golpeaba en las praderas del silencio. Chorros cristalinos caían de los tejados y mojaban los cristales de los balcones. Al dolor fisiológico del agua quebrantada por el hilo se unía su tenaz insomnio. Insomnio lleno de pequeños tambores incesantes que ponen loca la noche de la ciudad. —¿Quién es? Abrieron la puerta y don Alhambro subió al primer piso. Toda la casa crujía y lloraba el desconocido martirio de la tela acribillada por las agujas. Paquita Raya salió a recibirlo. Vestía un traje de seda verde con manga de jamón, apretada cintura, enaguas blancas rizadas con tenacillas y un corsé de ballenas de plata que ganó en un concurso de la ciudad de Reus. A sus pies había un montón de madejas y punzones de hueso, en doble símbolo de técnica y gloria. Ni don Alhambro ni Paquita cambiaron una sola palabra, pero Paquita comprendió perfectamente el asunto y, llena de sugestivo delirio, empezó a bordar con sus agujas favoritas un admirable gallo con realce. Don Alhambro se sentó melancólicamente. El gallo vivo, que tenía fuertemente sujeto por las patas, daba grandes aletazos en el silencio, porque sentía cómo Paquita le iba quitando el espíritu, cruelmente, a punta de aguja. Pasó un mes, y un año, y diez años. Pasaba el témpano de la Navidad y el arco de cartón del Corpus Christi. No pudo el melancólico don Alhambro fundar su periódico. Fue una lástima. Pero en Granada el día no tiene más que una hora inmensa, y esa hora se emplea en beber agua, girar sobre el eje del bastón y mirar el paisaje. No tuvo materialmente tiempo. La reacción y suma de esfuerzos no se realiza en esta tierra extraordinaria. Dos y dos no son nunca cuatro en Granada. Son dos y dos siempre, sin que logren fundirse jamás. Los últimos días de su vida ya no salía a la calle. Se pasaba las horas muertas ante un plano de la ciudad, soñando verla surgir con acento propio en el mapamundi. Su gallo estaba enfrente de la mesa del despacho, un poco desesperado y con vocación decidida de gallo de veleta. Y así, en una constante aspiración de disentir de sus paisanos, pero sin expresarlo en letras de molde, llegó al filo del aljibe donde había de probar su última agua sin explicación ni onda. ¡Pero qué largo fue su martirio! Un martirio de largo metraje. Granada se rompía en mil pedazos ante sus ojos un poco anisados por la edad. Ya en tiempos del alcalde don Adolfo Contreras y Ponce de León había visto quemar en la plaza Nueva a la última ninfa capturada en los bosques de la Colina Roja. Cantaba como una codorniz y tenía los cabellos de cuerdas de guitarra. Durante varios días estuvo el suelo cubierto de violetas, donde se hundían los pies como en los confetis después de haberse acabado el Carnaval. La misma mañana que se aprobó el proyecto de abrir la Gran Vía, que tanto ha contribuido a deformar el carácter de los actuales granadinos, murió don Alhambro. Cuatro cirios. Four candles. Nadie en su entierro. Sí. Las golondrinas. The Swallows. Una pena. Después del entierro, el gallo se fue por la ventana y se lanzó al peligro de la calle y a la mala vida. Llegó a pedir limosnita a los ingleses en la Puerta del Vino y se hizo amigo de dos enanos que tocaban la flauta y vendían toros de dulce. Un verdadero golfo. Luego desapareció. Cuando mis amigos decidieron fundar esta revista no sabían darle nombre. Yo conocía la historia del gallo de don Alhambro, pero no me atrevía a resucitarla, y he aquí que hace varios días subieron a mi casa todos los redactores contentísimos. Traían un gallo admirable. Era de plumas azul Rolls Royce y gris colonial, con todo el cuello de un delicioso azul Falla que se le acentuaba en el espolón. —¿De dónde es este gallo? —¡Soy el gallo de don Alhambro! —Pues ¡que se vaya!— gritaron todos. Me he renovado para venir en busca vuestra y poder subir al título que tanto ansío y para el que fui creado. —A mí, el título que me gusta es El Suspiro del Moro— dije yo. —Y a mí, Romeo y Julieta— dijo otro. —Y a mí, Vaso de Agua— repitió una vocecita. —¡Señores, por Dios! —gritó el gallo—. Yo no pido que tengáis la ideología de don Alhambro; también yo he cambiado de parecer, pero no me rechacéis por mi historia. Eso no lo puedo resistir. Aquí no se puede hacer nada sin contar con la historia. Soy bello. Anuncio la madrugada y como lema seré siempre insustituible. Hubo una discusión violentísima, en la que el gallo suplicaba de manera tierna. —Basta, amigos míos —dije enérgicamente—. Bajo mi responsabilidad. ¡Sube al título! Abrimos el balcón y el gallo ascendió al título con todas sus plumas encendidas. Ya en la caña del título, nos saludó a todos de manera inefable. Manera de agua y jacinto. Poema de quien rompe una guitarra sobre el mar del amanecer. Dalia en el olivo y bosque en mano. Juego y mentira. Hemos celebrado la ascensión del gallo al título de esta revista haciéndole bordar cuatro gallinas de seda rutilantes, para que su pico guste ardiente fruta de zigzag en la evocadora madrugada oscura de la imprenta. Mientras mis amigos aplaudían, yo escuchaba emocionado la sonrisa de don Alhambro, que me llegaba envuelta en el denso algodón en tronco de la sepultura. Canta, gallo, regallo y contragallo. Canta seguro bajo tu sombrerito de llamas, porque una de tus gallinas puede ser muy bien la gallina de los huevos de oro.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_El Vals del Minuto Youtube.com I Es triste la tristeza de este cauce vacío, con árboles sin sombra muriendo en sus orillas; y, como si lloraran por la ausencia del río, son lágrimas de oro sus hojas amarillas. Los bordes de este cauce son los labios de un viejo que aprendió la amargura de besar en la frente; y, como el marco inútil donde brilló el espejo, hay algo que nos mira tras su reflejo ausente. Es triste la tristeza de este cauce vacío, triste como las canas de un hombre sin mujer, porque el cauce es la inmensa desolación de un río que se convierte en surco, sin lograr florecer... II A veces, en otoño, la lluvia persistente llena la zanja seca con sus aguas sin brío, y el cauce desolado tal parece que siente la fugaz alegría de volver a ser río. Hoy su propio silencio tiene una voz ajena, y ayer, cantando el canto de las aguas felices, olvido la asechanza de la sed de la arena y el misterioso instinto que alarga las raíces. Y, ante este gran cadáver que lucha con lo inerte, en su terca esperanza rebosante de fe, se diría que el cauce no comprendió su muerte y se quedó esperando el agua que se fue.…
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Literatura
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1 Emilia Pardo Bazán: La novia fiel 11:12
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Mozart Clarinet Concerto in A major Youtube.com Fue sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen la relaciones entre Germán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separación de un matrimonio da margen a tantos comentarios. La gente se había acostumbrado a creer que Germán y Amelia no podían menos de casarse. Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Solo el confesor de Amelia tuvo la clave del enigma. Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que casi habían ascendido a institución. Diez años de noviazgo no son grano de anís. Amelia era novia de Germán desde el primer baile a que asistió cuando la pusieron de largo. ¡Qué linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada apenas lo suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros y del seno, que latía de emoción y placer; empolvado el rubio pelo, donde se marchitaban capullos de rosa. Amelia era, según se decía en algún grupo de señoras ya machuchas, un «cromo», un «grabado» de La Ilustración. Germán la sacó a bailar, y cuando estrechó aquel talle que se cimbreaba y sintió la frescura de aquel hálito infantil perdió la chaveta, y en voz temblorosa, trastornado, sin elegir frase, hizo una declaración sincerísima y recogió un sí espontáneo, medio involuntario, doblemente delicioso. Se escribieron desde el día siguiente, y vino esa época de ventaneo y seguimiento en la calle, que es como la alborada de semejantes amoríos. Ni los padres de Amelia, modestos propietarios, ni los de Germán, comerciantes de regular caudal, pero de numerosa prole, se opusieron a la inclinación de los chicos, dando por supuesto desde el primer instante que aquello pararía en justas nupcias así que Germán acabase la carrera de Derecho y pudiese sostener la carga de una familia. Los seis primeros años fueron encantadores. Germán pasaba los inviernos en Compostela, cursando en la Universidad y escribiendo largas y tiernas epístolas; entre leerlas, releerlas, contestarlas y ansiar que llegasen las vacaciones, el tiempo se deslizaba insensible para Amelia. Las vacaciones eran grato paréntesis, y todo el tiempo que durasen ya sabía Amelia que se lo dedicaría íntegro su novio. Este no entraba aún en la casa, pero acompañaba a Amelia en el paseo, y de noche se hablaban, a la luz de la luna, por una galería con vistas al mar. La ausencia, interrumpida por frecuentes regresos, era casi un aliciente, un encanto más, un interés continuo, algo que llenaba la existencia de Amelia sin dejar cabida a la tristeza ni al tedio. Así que Germán tuvo en el bolsillo su título de licenciado en Derecho, resolvió pasar a Madrid a cursar las asignaturas del doctorado, ¡año de prueba para la novia! Germán apenas escribía: billetes garrapateados al vuelo, quizá sobre la mesa de un café, concisos, insulsos, sin jugo de ternura. Y las amiguitas caritativas que veían a Amelia ojerosa, preocupada, alejada de las distracciones, le decían con perfidIa burlona: —Anda, tonta; diviértete… ¡Sabe Dios lo que él estará haciendo por allá! ¡Bien inocente serías si creyeses que no te la pega!… A mí me escribe mi primo Lorenzo que vio a Germán muy animado en el teatro con «unas»… El gozo de la vuelta de Germán compensó estos sinsabores. A los dos días ya no se acordaba Amelia de lo sufrido, de sus dudas, de sus sospechas. Autorizado para frecuentar la casa de su novia, Germán asistía todas las noches a la tertulia familiar, y en la penumbra del rincón del piano, lejos del quinqué velado por la sedosa pantalla, los novios sostenían interminable diálogo buscándose de tiempo en tiempo las manos para trocar una furtiva presión, y siempre los ojos para beberse la mirada hasta el fondo de las pupilas. Nunca había sido tan feliz Amelia. ¿Qué podía desear? Germán estaba allí, y la boda era asunto concertado, resuelto, aplazado solo por la necesidad de que Germán encontrase una posicioncita, una base para establecerse: una fiscalía, por ejemplo. Como transcurriese un año más y la posición no se hubiese encontrado aún, decidió Germán abrir bufete y mezclarse en la politiquilla local, a ver si así iba adquiriendo favor y conseguía el ansiado puesto. Los nuevos quehaceres le obligaron a no ver a Amelia ni tanto tiempo ni tan a menudo. Cuando la muchacha se lamentaba de esto, Germán se vindicaba plenamente; había que pensar en el porvenir; ya sabía Amelia que un día u otro se casarían, y no debía fijarse en menudencias, en remilgos propios de los que empiezan a quererse. En efecto, Germán continuaba con el firme propósito de casarse así que se lo permitiesen las circunstancias. Al noveno año de relaciones notaron los padres de Amelia (y acabó por notarlo todo el mundo) que el carácter de la muchacha parecía completamente variado. En vez de la sana alegría y la igualdad de humor que la adornaban, mostrábase llena de rarezas y caprichos, ya riendo a carcajadas, ya encerrada en hosco silencio. Su salud se alteró también; advertía desgana invencible, insomnios crueles que la obligaban a pasarse la noche levantada, porque decía que la cama, con el desvelo, le parecía su sepulcro; además, sufría aflicciones al corazón y ataques nerviosos. Cuando le preguntaban en qué consistía su mal, contestaba lacónicamente: «No lo sé». Y era cierto; pero al fin lo supo, y al saberlo le hizo mayor daño. ¿Qué mínimos indicios; qué insensibles, pero eslabonados, hechos; qué inexplicables revelaciones emanadas de cuanto nos rodea hacen que sin averiguar nada nuevo ni concreto, sin que nadie la entere con precisión impúdica, la ayer ignorante doncella entienda de pronto y se rasgue ante sus ojos el velo de Isis? Amelia, súbitamente, comprendió. Su mal no era sino deseo, ansia, prisa, necesidad de casarse. ¡Qué vergüenza, qué sonrojo, qué dolor y qué desilusión si Germán llegaba a sospecharlo siquiera! ¡Ah! Primero morir. ¡Disimular, disimular a toda costa, y que ni el novio, ni los padres, ni la tierra, lo supiesen! Al ver a Germán tan pacífico, tan aplomado, tan armado de paciencia, engruesando, mientras ella se consumía; chancero, mientras ella empapaba la almohada en lágrimas. Amelia se acusaba a sí propia, admirando la serenidad, la cordura, la virtud de su novio. Y para contenerse y no echarse sollozando en sus brazos; para no cometer la locura indigna de salir una tarde sola e irse a casa de Germán, necesitó Amelia todo su valor, todo su recato, todo el freno de las nociones de honor y honestidad que le inculcaron desde la niñez. Un día… sin saber cómo, sin que ningún suceso extraordinario, ninguna conversación sorprendida la ilustrase, acabaron de rasgarse los últimos cendales del velo… Amelia veía la luz; en su alma relampagueaba la terrible noción de la realidad; y al acordarse de que poco antes admiraba la resignación de Germán y envidiaba su paciencia, y al explicarse ahora la verdadera causa de esa paciencia y esa resignación incomparables… una carcajada sardónica dilató sus labios, mientras en su garganta creía sentir un nudo corredizo que se apretaba poco a poco y la estrangulaba. La convulsión fue horrible, larga, tenaz; y apenas Amelia, destrozada, pudo reaccionar, reponerse, hablar… rogó a sus consternados padres que advirtiesen a Germán que las relaciones quedaban rotas. Cartas del novio, súplicas, paternales consejos, todo fue en vano. Amelia se aferró a su resolución, y en ella persistió, sin dar razones ni excusas. —Hija, en mi entender, hizo usted muy mal —le decía el padre Incienso, viéndola bañada en lágrimas al pie del confesionario—. Un chico formal, laborioso, dispuesto a casarse, no se encuentra por ahí fácilmente. Hasta el aguardar a tener posición para fundar familia lo encuentro loable en él. En cuando a lo demás…, a esas figuraciones de usted… Los hombres… por desgracia… Mientras está soltero habrá tenido esos entretenimientos… Pero usted… —¡Padre —exclamó la joven—, créame usted, pues aquí hablo con Dios! ¡Le quería… le quiero… y por lo mismo… por lo mismo, padre! ¡Si no le dejo… le imito! ¡Yo también…!…
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Literatura
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1 Arturo Uslar Pietri: El Conuco de Tío Conejo 26:14
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Mozart Clarinet Concerto in A major Youtube.com En los pueblos, en los caseríos, en los solitarios ranchos que hilan su humo azul en la tarde de los cerros, a todo lo ancho de la tierra venezolana, a la hora en que la vida se aquieta, empiezan a andar en las imaginaciones Tío conejo, Tío tigre, y otros animales parecidos a los hombres. Lo cuentan los peones que regresan de la tarea, lo cuentan las mujeres campesinas, y lo oyen los niños, descalzos, prietos, anhelantes. Todo es sorprendentemente maravilloso y todo se parece a una esperanza. Y pueden repetirlo mil veces, mil tardes, hasta que el cielo se llena de estrellas, sin que les parezca que ya lo saben, que han llegado a saber enteramente todo lo que allí se encierra. Porque lo que allí se encierra se parece a algo que les pertenece tanto como sus vidas. Tío conejo es pequeño, es temeroso, siempre está como agitado de angustia, con el hocico y el bigote trémulos, pero con los grandes ojos avizores llenos de maliciosa inteligencia. Y, naturalmente Tío conejo tiene un conuco. Un conuco no muy bueno. Como cualquier otro. Un pañito de tierra que le han asignado en una ladera de la hacienda. Unas cuantas matas de plátano, un poco de maíz y yuca y un copudo y hondo cotoperiz debajo del cual se amparaba el ranchito. Y una mañana, cuando el sol empezaba a calentar, Tío conejo en lugar de limpiar la siembra y aporcar las matas, en vez de ir a coger una tarea en la hacienda, en vez de irse a la pulpería del pie del monte a jugar bolas y tomar su trago de aguardiente con amargo, se encaminó hacia el pueblo. Algo tramaba, que se le veía en el inquieto brillo de los ojos. Llegó a la puerta de la casa de Tío loro. Desde el zaguán oyó las grandes voces con que dictaba la clase a sus discípulos. -Un real…, un real… Real con erre… con erre… Tío loro era maestro de escuela y poeta. Al oír el llamado de Tío conejo, salió balanceándose sobre sus cortas patas. La alborotada melena verde le cubría los ojos. -Caro amigo… Caro amigo… -digo aleteando con entusiasmo. Tío conejo, con maneras muy taimadas y aparentando que no mentía, le dijo: -Porque aquí vengo, Tío loro, con una gran necesidad. Mi hermano que vive en el pueblo de Mas allá, me ha mandado un recado de que está muy enfermo y me necesita. Y tengo que irme Tío loro y dejar todo. Tengo que dejar mi conuquito. ¡Y tan bueno que está! Tío loro lo miraba con asombro y compasión: -Pero esta mañana me dije: si tengo que irme le dejaré mi conuco a quién lo pueda apreciar. Mi conuco vale como treinta pesos. Y yo se Tío loro que usted ha compuesto unos versos muy bonitos en que dice: Mi felicidad: para el campo, y no para la ciudad. ¿No es así? Ya ve que me acuerdo de lo bueno. Tío loro movió airosamente su melena con orgullo, mientras oía: -Y yo le dije, nada, mi conuco es para Tío Loro. Para él nada más y no por treinta, ni por treinta, ni por veinte, sino por quince pesos. ¿Qué le parece? El poeta no disimulaba el codicioso interés que se le iba despertando: -Quién sabe. Quién sabe. No estaría mal. Por ayudar al bueno de Tío conejo. Para que pueda ir a cuidar a su hermano. Quién sabe. -Nada de quién sabe, Tío loro. Hay muchos que quieren comprarlo y si no les digo que ya se lo vendía a usted tendré que vendérselo a ellos. Eso sí, yo pongo una condición; me da el dinero por adelantado ahora mismo, y usted no irá a recibir el conuco sino dentro de tres días que es cuando me voy y estará lista la cosecha. Tío loro accedió a todo. Sacó sus quince pesos relucientes y los fue poniendo uno a uno en las peludas manos de Tío conejo. Y mientras regresaba a su clase frotándose las verdes plumas, dijo: -Dentro de tres días estoy allá, Tío conejo. Dentro de tres días. Tío conejo salió a la calle, metió el dinero en el fondo de un zurró y en lugar de ir a hacer comprar o de regresarse, se dirigió a la casa de Tía gallina. Era la posada del pueblo. Viajantes y arrieros entraban y salían por la ancha puerta. Siempre había una mula atada al poste y un arreo de burros cabizbajos. Y Tía gallina, acompañada de sus numerosos hijos, con muchas voces y aspavientos, atendía a todos. Siempre estaba caminando, hablando y riendo. En cuanto vio a Tío conejo se le abalanzó aturdiéndolo a saludos y preguntas. -¿Qué buen viento lo trae, Tío conejo? Cuánto gusto. ¿Se queda a almorzar? ¿Va a pasar el día? ¿Quiere un cuarto? ¿Trajo bestia? Cuando pudo Tío conejo le dijo: -Vengo a tratarle de un negocito. De los que a usted le gustan. Tengo que vender mi conuco. Quiero que usted me lo compre. Y bien barato. El comprador que tengo no me conviene. Me ofrece veinticinco pesos. Pero es Tío zorro. Tía gallina salió de la impresión. -¿Para qué quiere ese bicho, Dios me ampare, comprar un conuco? Para algo malo. Tío conejo, no se lo venda por vida suya. No podríamos vivir seguros. Tío conejo asentía con la cabeza. -Eso es lo mismo que yo digo. Tío zorro en mi conuco es un peligro. -Un grandísimo peligro –dijo la gallina sacudiéndose. -Por eso yo dije esta mañana: mi conuco es para Tía gallina, sí señor. Ella lo necesita para su negocio. Buenas, yucas, buenos plátanos, buen maíz. Y para que Tío zorro no lo tenga se lo venderé a ella por quince pesos, sí señor. - ¿Quince pesos Tío conejo? -Quince pesos. Pero eso sí, con la condición de que me pague ahora y no vaya a recibir el conuco sino dentro de tres días, que es cuando estará la cosecha. La gallina pagó, esponjada de contento, y seguida de sus hijos dando voces se alejó por el patio anunciando a todos: -Compré un conuco. Compré un conuco. Pero Tío conejo una vez recibido el dinero, tampoco regresó. En sus ojos se había hecho más vico el brillo de la malicia. Con paso resuelto se llegó a la casa del Tío zorro. Lo encontró en su mesa de trabajo, con los anteojos puestos, escribiendo entre muchos libros. Tío zorro era el picapleitos. Todo lo enredaba. De todo sacaba una tajada. Siempre tenía la lengua descolgada asomada por entre sus colmillos largos. Tío conejo asumió un aire compungido de aflicción. -Ay Tío zorro, en qué embrollo tan grande estoy metido. ¡San Benito, ampárame! Ay, Tío zorro, si usted no mete su mano estoy perdido. -Cálmate, Tío conejo, y dime lo que te pasa. -Ay Tío zorro. Imagínese. Yo tengo unas deuditas viejas con Tía gallina. -¿Con Tía gallina? ¡Ujú! –dijo con una expresión feroz de odio. -Yo le debo unos centavos. Pero usted sabe cómo vivimos los pobres. Que si voy a pagar este mes, y no puedo. Que si voy a pagar el otro, y tampoco puedo. Y con los intereses y todas esas vagabunderías, los centavitos se me han vuelto treinta pesos. ¡Treinta pesos! Y ahora Tía gallina quiere quitarme mi conuco por treinta pesos. Yo prefiero morirme antes que dárselo, Tío zorro. Tío zorro se pasaba la mano por el agudo hocico, perplejo. -Es complicado el caso. Muy complicado. Tío conejo observaba sus reacciones con disimulo. -Ay Tío zorro, yo no sé nada de esto, pero lo único que se me ha ocurrido, aunque no seas sino para darme el gusto de hacerle el daño a Tía gallina, es vender el conuco a usted. Tío zorro. Le ponemos al papel una fecha anterior y por darme el gusto se lo vendo a usted hasta por quince pesos. -No estaría mal. ¿Quince pesos? ¡Ujú! -Eso sí. Como yo quiero irme para no verme mezclado en ese embrollo, usted me va a pagar ahora mismo. Y vaya a recibir dentro de tres días. Cuando Tía gallina se presente y lo vea no le quedarán ni ganas de volver. Tío zorro le entregó el dinero, después de hacerle firmar la escritura de venta y volvió a enfrascarse en aquellos papeles que estaba escribiendo. Tío conejo salió. Ya el zurrón cargado de plata empezaba a pesar. Pero todavía Tío conejo, tan menudito, tan rápido, no parecía dispuesto a regresar. En la puerta de la comisaría estaba Tío Perro el Comisario. -Ya te veo de dónde vienes -le dijo a guisa de saludo-. ¿Qué estabas haciendo en casa de ese pícaro y tramposo de Tío Zorro? Anda derecho, Tío Conejo, porque te va a caer la autoridad de filo. Tío Conejo pareció asustado. -Ay señor. Qué voy a estar haciendo. Si el pobre no tiene sino los ojos para llorar. Imagínese, Tío Pero, que Tío Zorro valiéndose de todas sus marramuncias y vivezas, me quiere obligar a que le venda mi conuco por quince pesos. Un conuco tan bueno que vale más del doble. Y me dice que si no se lo vendo me va a demandar y me va a hacer meter en la cárcel. -¡Qué vagabundo! -gruñó Tío Perro con encono-. Algún día le voy a poner la mano a ese rabo fino y no se le va a olvidar. -Yo no sé qué hacer, Tío Perro. Yo estoy asustado. Usted ni se imagina de lo que es capaz, Tío Zorro. Ay, por tener mi tranquilidad yo soy capaz de dejarle mi conuco por los quince pesos. -¿A ese vagabundo? ¡Eso No! Tío Conejo alzó los ojos mansos: -Si es verdad, Tío Perro. ¿Pero a quién más? ¿Quién se atrevería a comprármelo ni por quince pesos sabiendo que va a tener a Tío Zorro encima? Tío Perro conocía el conuco. Sabía que valía más. -Quien sabe. Yo mismo te lo podría comprar. ¿No ves? Tío conejo se mostró agradecido y asombrado. Expuso tímidamente la misma condición que había exigido en las anteriores ocasiones y recibió el pago anticipado. Ya había vendido cuatro veces el conuco. Ya el peso del zurrón le molestaba en el hombro. Pero Tío Conejo no parecía dispuesto a huir con el producto de sus engaños, sino que con pasmosa seguridad se encaminó hacia la casa más grande del pueblo. Gran portón, anchas ventanas. Muchas personas mal encaradas y de aspecto agresivo parecían montar guardia en la puerta. Un olor selvático flotaba a su alrededor. En la casa del Tío Tigre. Todos le temían. Poseía grandes tierras, grandes bosques. Todo el que tenía un negocio venía a brindarle parte. La autoridad le temía y no se atrevía a enfrentársele. -Vengo a saludar al jefe -dijo Tío Conejo a los que estaban en la puerta. -Espérese -le contestaron secamente. Largo rato estuvo aguardando mientras entraban y salían visitantes. Por último lo mandaron pasar. Tío Tigre estaba en el corredor de la casa, sentado en un sillón, rodeado de amigos y servidores. Las manchas negras se movían sobre su lustrosa piel amarilla. Miró de lado al recién llegado: -Pájaro de mar por tierra. Se vende caro el amigo Tío Conejo. Nunca lo vemos por esta casa. Tío Conejo con mucha humildad y zalamería respondió: -No vengo mucho, jefe, por no molestarlo. Siempre digo: mi jefe es un hombre muy ocupado y un zoquete como yo no va sino a estorbarle. Viniendo vi los campos. Están muy bonitos. Qué cosechón va a coger este año, Tío Tigre. - Si señor -gruñó Tío Tigre paseando su fría mirada por todos los presentes-. El que trabaja recoge. Yo soy un hombre de trabajo, Tío Conejo, y eso es lo que me gusta. Contra mi gusto me he tenido que meter en guerras y en poner orden por culpa de los vagabundos. Estiró las poderosas zarpas y aulló con satisfacción. -¿Y que lo trae hoy, mi amigo? -Pues pedirle un favor, Tío Tigre. Los pobres nunca traemos nada, sino molestias y peticiones. Mi hermano, usted lo conoce, el que vive en el pueblo de Mas allá, le ha nacido un muchacho, y me mandó a decir: Hermano, como yo sé que usted quiere tanto como yo a nuestro jefe y no ha tenido hijo que darle, dígale que yo quiero que me apadrine el tripón. Yo quiero ser su compadre y tener su protección. Y yo le dije: ya me voy para casa de Tío Tigre, porque si yo no he tenido hijos para poder ser su compadre, que lo sea por lo menos de mi hermano, y me vine para acá corriendo a decírselo. Tío Tigre parecía complacido: -Cómo no dile a tu hermanito que yo seré el padrino. Y que me salude a su comadre. Y que me avise el día. Tío Conejo parecía a punto de llorar de la emoción: Qué alegría tan grande va a ser ésta para toda la familia. Mi hermanito va a ser compadre de Tío Tigre. Mi sobrinito ahijado de Tío Tigre. Ay, Tío Tigre, qué bueno es usted. Por algo es el jefe. Yo nunca me he equivocado con usted. Y ahora viene la segunda parte. Mi hermano y yo y toda la familia somos muy podres. No tenemos para un bautizo tan rumboso como tiene que ser ése. Yo le dije a mi hermano que no se afligiera que yo lo iba a ayudar. Y esta mañana me vine para el pueblo a ver si podía vender mi conuco. Usted lo conoce, Tío Tigre. El que queda en la vertiente de su hacienda grande. Yo lo que necesitaba eran quince pesos, y el conuco vale como treinta. Y empezaron a salirme compradores. Que si Tío Loro, que si Tío Perro. -¿Tío perro? -gruñó Tío Tigre. -Sí señor. Pero yo me puse a pensar. Ese conuco linda con las tierras de mi jefe. -Es verdad. -Y allí no debe estar sino un amigo suyo, que se preocupe por él y lo cuide como yo. Un vagabundo metido allí puede echarle muchas bromas. Tío Tigre arrugaba el gesto. -Eso es verdad, Tío Conejo. El otro proseguía: - Y entonces pensé: lo mejor es que yo no venda ese conuco. Por quince pesos yo no puedo echarle esa broma a mi jefe y amigo Tío Tigre. Tampoco le puedo ir a vender esa insignificancia a él que tiene tantas y tan buenas tierras. Y me dije: lo mejor es que yo vaya a casa de Tío Tigre. Le diga la comisión de mi hermano. Le regale mi conuco, para que no vaya a caer en manos de ningún vagabundo, y le pida que me dé una ayudita para el bautizo de su ahijado. Eso es lo mejor. Y aquí vine a decírselo. Tío Tigre sonreía, los filudos colmillos relampagueaban. - Muy bueno, Tío Conejo. Es son los amigos. Así me gusta. ¿Cómo no voy a ayudar? Ahora mismo que le entreguen los quince pesos. El mochuelo que era el administrador de Tío Tigre, salió corriendo a buscar el dinero. Todos los presentes congratulaban a Tío Conejo por su gran gesto. Cuando hubo recibido el dinero, añadió: -Todavía me falta pedirle otro favor, mi jefe. -Vamos a ver. -Qué dentro de tres días, que es cuando estará la cosecha, vaya usted mismo en persona a recibir mi conuquito. Es será la satisfacción más grande de mi vida. -Si así lo haré. Cómo no. Espéreme allá. Tío Conejo, que allá iré. Tío Conejo se apresuró a despedirse con nuevas muestras de gratitud y amistad. Cuando se encontró en la calle, en lugar de mostrar preocupación por todo aquel embrollo en que se había envuelto, iba alegre y confiado. En lugar de tomar el camino para huir del pueblo con su zurrón cargado de plata, se dirigió tranquilamente a su rancho. De paso tocó en la ventana de Tío Loro y le dijo a voces: -No se olvide, Tío Loro. Dentro de tres días en el conuco. Váyase tempranito en la mañana. Cuando llegó a su conuco tampoco hizo preparativos de fuga. Preparó su comida como siempre. Hizo un hueco al pie del cotoperiz y enterró su dinero. Y por la tarde se entretuvo en desyerbar el conuco. Así pasaron los días. Aquí sigue la historia El tercero, muy de mañana, se presentó Tío Loro. Su silueta verde se mecía al aproximarse. -Buenos días, Tío Loro. Ya todo está listo para entregarle el conuco. Pero quiero pedirle un favor. Algunas gentes que no me gustan mucho me han dicho que van a venir hoy y para que no me cojan de sorpresa, ni lo vayan a encontrar a usted aquí, sería muy bueno que usted se escondiera en una rama alta del cotoperiz y me diera aviso de cualquiera que venga por el camino. No sin cierta oposición, tío Loro terminó por resignarse a complacer a Tío Conejo y se subió al cotoperiz, donde su color pareció disolverse entre el ramaje. No tardó mucho en oírse su voz: -Ahí viene Tía Gallina. Tía Gallina llegó muy sofocada y con mucho alboroto. -Se me hizo muy tarde. Venía volando. Ya creía que no llegaba. Esta mesa es mía. Y esta silla también. Y esta piedra de moler. Y así iba y venía enumerando todas las cosas que había en el rancho, hasta que sonó el grito del Tío Loro: -Ahí va llegando Tío Zorro. Tía Gallina se demudó: -¿Qué es esto, Tío Conejo? Santo Dios, Sálvame. Si el zorro me encuentra aquí me mata. ¿Dónde me meto? ¿Dónde me escondo? -Métase en la cesta que está en la cocina. Apenas Tía Gallina había desaparecido en la cesta cuando entró Tío Zorro. Traía un aire displicente. -He hecho un mal negocio, Tío Conejo. Esto es un rastrojo. Si no me devuelves la mitad del precio te voy a demandar. Esto es una estafa. Pero Tío Conejo, sin dejarlo proseguir, le hacía señas con la mano hacia la cocina. Y acercándosele al oído, le dijo: -Pase. Allí en la cesta está escondida Tía Gallina. Aproveche. Los ojos del zorro relampaguearon. De un salto alcanzó la cesta. Apenas se oyó el chillido de la gallina y luego un ruido de huesos rotos. -Va llegando Tío Perro -gritó la voz del loro. El zorro sacó de la cesta la cabeza llena de plumas y de sangre. -¡Tío Perro! ¡Tío Perro! ¿Dónde me meto yo, Tío Conejo, para que no me encuentre? -Quédese allí mismo calladito, que yo lo despacho ligero. Tío Conejo recibió a Tío Perro con grandes saludos. -Ya creía que no iba a venir. Venga para que reciba lo suyo. Mire qué buena compra ha hecho. El zorro, encogido en la cesta, oía las voces, pero no pudo oír cuando Tío Conejo le dijo al oído al visitante; -Le tengo el conuco y algo mejor. Allí en esa cesta te tengo encerrado como un zoquete a su enemigo el Zorro. -Cómo va a ser -dijo Tío Perro irguiendo la cabeza-. Se acercó taimadamente y en lo que el zorro iba a percatarse lo cogió por el cuello con los dientes y le dio unas tremendas sacudidas que casi le arrancaron la cabeza. El perro seguía triturando la cabeza del zorro muerto, cuando volvió la voz del loro. -Ahí está Tío Tigre. Tío Perro soltó el cadáver y se fue a encarar a Tío Conejo: -¿Qué es esto? ¿Qué traición es ésta? Pero Tío Conejo con mucha frialdad le dijo: -Apúrese si quiere salvar el pellejo. Métase debajo de la cocina. Tío Tigre entró gruñendo: -Eso ¿qué es? -dijo señalando las plumas blancas esparcidas por el suelo. Tío Conejo dijo fingiendo estar compungido: -Tía Gallina, la pobre. La mató aquel. Tío tigre vio el cadáver del zorro. -Y ¿eso qué es? Tío Perro, que temblaba de miedo en su escondite, no se atrevió a esperar la respuesta de Tío Conejo. Con toda la fuerza que pudo salió disparado hacia afuera. Pero Tío Tigre pudo verlo a tiempo y de un salto lo alcanzó al pie del cotoperiz, y de un zarpazo lo derribó y de otro le abrió en canal la barriga. Tío Conejo se había asomado a la puerta del rancho. Cuando Tío Tigre terminó de descuartizar al Tío Perro y se quedó un momento como en reposo, Tío Conejo empezó a hablarle con una impresionante serenidad: -Esto ha salido mal, Tío Tigre. Muy malo. -Malo ¿por qué? -gruñó la fiera molesta. -Porque todos van a decir que Tío Tigre, el gran Tío Tigre, mató en una trampa a Tía Gallina, Tío Zorro y Tío Perro por un conuco de quince pesos. Por quince pesos. Tío Tigre se irguió soberbio y amenazante. -¿Y quién es el atrevido que lo va a decir? -Muchos lo dirán. Todos tus enemigos. Y perderás tu prestigio de jefe, Tío Tigre. Lo mejor es que te vayas calladito para tu casa y no digas nada de lo que aquí ha pasado, que yo tampoco lo diré. Pero Tío Tigre se acercaba con una expresión feroz: -Y si te mato a ti ahora, ¿quién lo va a decir, Tío Conejo? Tío conejo, por toda respuesta, levantó la pata y señaló hacia la copa del cotoperiz: -Aquél. Tío Tigre alzó la cabeza y vio al loro escondido en la rama. Sin poder contener la furia, se abalanzó rugiendo espantosamente hacia el árbol. El Loro voló alborotado con sus gritos al aire. El tigre le perseguía desde tierra. Tío Conejo los sintió alejarse y perderse. Todo iba quedando tranquilo. Con mucha paciencia se puso a cavar una fosa. Enterró los animales. Limpió y ordenó el rancho. Y por último, vino a sentarse perezosamente a la sombra del cotoperiz, se estiró, se encogió y se quedó dormido como un bendito. Pero desde entonces, hasta el fondo de la selva, el loro vuela asustado cuando siente el tigre, y el tigre aúlla con impotente furia cuando divisa el loro.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Erik Satie - Gnossienne 1 Youtube.com a Gustavo Adolfo Bécquer No, ni polvo ni tierra; inacallable metal líquido eres. Un flujo de campanas de bronce turbio y trémulo, un galope de espadas de acero circulante jamás enmohecido, te preservan del polvo. Y en vano se descuelga de los cuadros para invadirte: te defiende el agua; y en vano está la tierra reclamando su presa haciendo un hueco íntimo en la grama. Guitarras y arpas, liras y sollozos, sollozos y canciones te sumergen en música. Ahogado estás, alimentando flautas en los cañaverales. Todo lo ves tras vidrios y ternuras desde un Toledo de agua sin turismo con cancelas y muros de especies luminosas. ¡Qué maitines te suenan en los huesos, qué corros te rodean de llanto femenino, qué ataúdes de luna acelerada renuevan sus rebaños de espuma afectuosa a cada instante! ¿Te acuerdas de la vida, compañero del sapo que humedece las aguas con su silbo? ¿Te acuerdas del amor que agrega corazón, quita cabellos, cría toros fieros? ¿Te acuerdas que sufrías oyendo las campanas, mirando los sepulcros y los bucles, errando por las tardes de difuntos, manando sangre y barro que un alfarero luego recogió para hacer botijos y macetas? Cuando la luna vierte su influencia en las aguas, las venas y las frutas, por su rayo atraído flotas entre dos aguas cubierto por las ranas de verdes corazones. Tu morada es el Tajo: ahí estás para siempre dedicado a ser cisne por completo. Las cosas no se nublan más en tu corazón; tu corazón ya tiene la dirección del río; los besos no se agolpan en tu boca angustiada de tanto contenerlos; eres todo de bronce navegable, de infinitos carrizos custodiosos, de acero dócil hacia el mar doblado que lavará tu muerte toda una eternidad. (1936)…
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Literatura
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach Partita para fagot solo Bassoon Youtube.com Ahora me dejen tranquilo. Ahora se acostumbren sin mí. Yo voy a cerrar los ojos. Y sólo quiero cinco cosas, cinco raíces preferidas. Una es el amor sin fin. Lo segundo es ver el otoño. No puedo ser sin que las hojas vuelen y vuelvan a la tierra. Lo tercero es el grave invierno, la lluvia que amé, la caricia del fuego en el frío silvestre. En cuarto lugar el verano redondo como una sandía. La quinta cosa son tus ojos, Matilde mía, bienamada, no quiero dormir sin tus ojos, no quiero ser sin que me mires: yo cambio la primavera por que tú me sigas mirando. Amigos, eso es cuanto quiero. Es casi nada y casi todo. Ahora si quieren se vayan. He vivido tanto que un día tendrán que olvidarme por fuerza, borrándome de la pizarra: mi corazón fue interminable. Pero porque pido silencio no crean que voy a morirme: me pasa todo lo contrario: sucede que voy a vivirme. Sucede que soy y que sigo. No será, pues, sino que adentro de mi crecerán cereales, primero los granos que rompen la tierra para ver la luz, pero la madre tierra es oscura: y dentro de mí soy oscuro: soy como un pozo en cuyas aguas la noche deja sus estrellas y sigue sola por el campo. Se trata de que tanto he vivido que quiero vivir otro tanto. Nunca me sentí tan sonoro, nunca he tenido tantos besos. Ahora, como siempre, es temprano. Vuela la luz con sus abejas. Déjenme solo con el día. Pido permiso para nacer.…
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Literatura
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1 Hermann Hesse: Carta de un adolescente 12:57
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Händel_Concierto para arpa y orquesta Youtube.com Querida Señora: Una vez me invitó a escribirle. Creía usted que para un joven con talento literario sería una delicia poder escribir una carta a una hermosa y honorable dama. Tiene usted razón: es un placer. Y además ya se habrá percatado de que escribo mil veces mejor de lo que hablo. Así que le escribo. Éste es el único medio de que dispongo para complacerla mínimamente, cosa que deseo de todo corazón. Porque la amo, querida señora. Permítame explicárselo bien. Es necesario que lo aclare puesto que en caso contrario me podría usted malinterpretar y también quizá me corresponde en justicia hacerlo, ya que ésta es la única carta que le escribiré. Y ahora, dejémonos ya de preámbulos. A mis dieciséis años, con una peculiar y quizá precoz melancolía, constaté que las alegrías de la infancia se me hacían cada vez más extrañas y que se desvanecían al fin. Veía a mi hermano pequeño construir canales de arena, arrojar lanzas, cazar mariposas, y envidiaba el placer que todo ello le reportaba, y de cuyo apasionado fervor todavía me acordaba yo muy bien. Para mí era ya algo perdido; no sabía desde cuándo ni por qué, y en su lugar, puesto que tampoco podía participar de los placeres adultos, habían interrumpido la insatisfacción y la nostalgia. Con gran ahínco, pero sin constancia alguna, me ocupaba ora en la historia, ora en las ciencias naturales. Me pasaba una semana entera, día y noche, elaborando preparados botánicos para luego, durante los catorce días siguientes, no dedicarme a otra cosa que a leer a Goethe. Me sentía solo, desvinculado de la vida a mi pesar, y procuraba instintivamente salvar este abismo a través del estudio, el saber y el conocimiento. Por vez primera, veía nuestro jardín como una parte de la ciudad y del valle; el valle, como un recorte de las montañas; las montañas como una porción claramente delimitada de la superficie terrestre. Por vez primera consideraba las estrellas como cuerpos cósmicos; los montes, como formas originadas por fuerzas terrestres; y, también por vez primera, interpretaba la historia de los pueblos como una parte de la historia de la Tierra. Entonces aún no lo podía expresar ni tenía palabras para describirlo, pero todo ello palpitaba en lo más hondo de mi ser. Resumiendo, en aquella época empecé a pensar. De manera que contemplaba mi vida como algo condicionado y limitado, y eso despertó en mi el deseo, que el niño todavía desconoce, de convertir mi existencia en lo más bueno y hermoso posible. Probablemente todos los jóvenes experimentan mas o menos lo mismo, pero yo lo relato como si hubiera sido una vivencia excesivamente personal porque es lo que, a fin de cuentas, fue para mí. Insatisfecho y consumido por el deseo de lograr lo inalcanzable, iba viviendo de aquella forma: industrioso, pero inconstante, febril, y aun así a la búsqueda de nuevos ardores. Entretanto, la naturaleza fue más sabía y resolvió el difícil rompecabezas en el que me encontraba. Un día me enamoré y reanudé de improviso todos los vínculos con la vida, con más intensidad y mayor riqueza que antes. Desde entonces he vivido horas y días sublimes y deliciosos, pero nada comparable con aquellas semanas y meses en los que, enardecido y plenamente colmado, me inundaba un constante fluir de sentimientos. No pretendo contarle la historia de mi primer amor; no viene al caso, y las circunstancias externas también hubieran podido ser otras. Pero me gustaría describirle en pocas palabras la vida que llevaba en aquel tiempo, aunque sé de antemano que no lo lograré. Aquel irrefrenable afán llegó a su fin. De pronto me encontré en medio de un mundo vivo, y miles de lazos me unieron de nuevo a la Tierra y a los hombres. Mis sentidos parecían transformados; más agudizados y despiertos. Especialmente la vista. Lo percibía todo de una forma completamente distinta. Como un artista, veía las cosas con más claridad, más color, y era feliz con la mera contemplación. El jardín de mi padre se hallaba en todo su esplendor. Los arbustos florecientes y los árboles, con su espeso follaje estival, se recortaban sobre el cielo profundo; las enredaderas trepaban a lo largo del alto muro de contención, y por encima descansaba la montaña, con sus rojizos peñascos y sus bosques de abetos azul oscuro. Me detenía a contemplarlo, embelesado al ver lo maravillosamente hermosa, vital, llamativa y radiante que era cada una de aquellas imágenes. Las flores balanceaban sus tallos con tal suavidad y sus vistosas corolas me resultaban tan conmovedoramente delicadas y tiernas, que me veía impedido a amarlas y disfrutarlas como si de composiciones poéticas se tratara. Incluso me llamaban la atención muchos ruidos que nunca antes había percibido: el rumor del viento entre los abetos y la hierba, el canto de los grillos en los campos, el trueno de una tormenta lejana, el murmullo del río que se aproxima a un dique y los gorjeos de los pájaros. Al atardecer, veía y oía a los insectos que revoloteaban en la dorada luz del crepúsculo y escuchaba el croar de las ranas en el estanque. De repente miles de menudencias pasaron a ser valiosas e importantes para mí; me llegaban al corazón como verdaderos acontecimientos. Así sucedía, por ejemplo, cuando por la mañana regaba algunos parterres del jardín, para pasar el rato, y veía como las raíces y la tierra bebían tan agradecidas y ávidas. O cuando a la hora del calor, en pleno día, contemplaba a una pequeña mariposa azul zigzaguear como si estuviera borracha. O bien observaba el despliegue de una tierna rosa. O cuando desde la barca, de noche, sumergía la mano y notaba el delicado y tibio transcurrir del río entre mis dedos. Padecía el tormento de un desconcertante primer amor, me acuciaba una incomprensible desazón y convivía con el anhelo, la esperanza y el desánimo. Pero a pesar de la nostalgia y la angustia amorosa, era, en todos y cada uno de aquellos instantes, profundamente feliz. Todo lo que me rodeaba me resultaba precioso y lleno de sentido; no había lugar para la muerte o el vacío. No he perdido del todo aquellas sensaciones, pero no han vuelto nunca más con la misma fuerza y continuidad. Y experimentar de nuevo todo aquello, apropiármelo y conservarlo, es ahora mi imagen de la felicidad. ¿Quiere continuar leyendo? Desde aquella época hasta aquí, he estado siempre enamorado de una forma u otra. De todo lo que he conocido, me parece que nada hay más noble, ardiente e irresistible que el amor a las mujeres. No siempre he mantenido relaciones con mujeres o muchachas; tampoco he amado siempre a conciencia a una sola de ellas, pero de alguna manera mi mente ha estado siempre ocupada en el amor, y mi culto a la belleza se ha manifestado, de hecho, en una constante adoración a las mujeres. No quiero contarle historias de amor. Una vez, durante algunos meses, tuve una amante y recogí casi sin querer y de paso, esporádicos besos, miradas y noches de amor; pero mis amores verdaderos han sido siempre desventurados. Si hago memoria constato que el sufrimiento por un amor imposible, la angustia, la incertidumbre y las noches en vela han sido infinitamente mejores que todos los pequeños éxitos y golpes de suerte juntos. ¿Sabe que estoy profundamente enamorado de usted? La conozco desde hace ya un año, aunque sólo he ido a su casa en cuatro ocasionas. Cuando la vi por primera vez, llevaba usted en su blusa gris perla un broche decorado con el lis florentino. Otro día la divisé en la estación mientras subía al exprés parisino. Tenía un billete para Estrasburgo. Por aquel entonces, usted todavía no me conocía. Más adelante fui a su casa en compañía de mi amigo; en aquella ocasión yo ya estaba enamorado de usted. Sólo se percató de ello en mi tercera visita; la noche del concierto de Schubert. O al menos, eso me pareció. Bromeó primero a propósito de mi formalidad, después sobre el lirismo con el que me expresaba y, al despedirnos, se mostró usted bondadosa y un poco maternal. Y la última vez, tras haberme facilitado su dirección de veraneo, para escribirle. Y esto es lo que he hecho ahora, después de darle muchas vueltas. ¿Cómo encontrar las palabras para despedirme? Le he dicho que esta primera carta mía también sería la última. Acoja estas confesiones, que quizá tienen algo de ridículo, como lo único que puedo darle y como muestra de mi estima y amor. Al pensar en usted y admitir lo mal que he representado el papel de enamorado, experimento ciertamente algo de aquella maravilla que he estado describiendo. Ya es de noche delante de mi ventana; todavía cantan los grillos en la hierba húmeda del jardín, y en buena medida, reconozco en este entorno algo de aquel fantástico verano. Me digo que quizá podré revivir todo aquello algún día si me mantengo fiel al sentimiento que me ha impulsado a escribir esta carta. Me gustaría renunciar a todas las astucias que para la mayoría de los jóvenes se derivan del enamoramiento y que son de sobra conocidas para mí: me refiero a aquel juego, medio sincero medio artificial, de la mirada y el gesto; al servirse mezquinamente del ambiente y el momento oportuno; al jugueteo de los pies bajo la mesa y al uso impropio de un besamanos. No acierto a expresar debidamente lo que siento. Pero sin duda alguna me habrá comprendido. Si es usted tal y como a mí me gusta imaginar, mis confusas palabras le podrán hacer reír de buena gana sin que, por ello, disminuya ni un ápice su aprecio por mí. Es posible que yo mismo me ría un día de eso; hoy por hoy, no puedo ni me apetece hacerlo. Con todos mis respetos, de su leal admirador, B.…
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Tárrega_Preludio 7 Youtube.com Cuando llegues a amar, si no has amado, sabrás que en este mundo es el dolor más grande y más profundo ser a un tiempo feliz y desgraciado. Corolario: el amor es un abismo de luz y sombra, poesía y prosa, y en donde se hace la más cara cosa que es reír y llorar a un tiempo mismo. Lo peor, lo más terrible, es que vivir sin él es imposible.…
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Tárrega_Lágrima Youtube.com Si me paso la mano por la frente, si acaricio los lomos de los libros, si reconozco el Libro de las Noches, si hago girar la terca cerradura, si me demoro en el umbral incierto, si el dolor increíble me anonada, si recuerdo la Máquina del Tiempo, si recuerdo el tapiz del unicornio, si cambio de postura mientras duermo, si la memoria me devuelve un verso, repito lo cumplido innumerables veces en mi camino señalado. No puedo ejecutar un acto nuevo, tejo y torno a tejer la misma fábula, repito un repetido endecasílabo, digo lo que los otros me dijeron, siento las mismas cosas en la misma hora del día o de la abstracta noche. Cada noche la misma pesadilla, cada noche el rigor del laberinto. Soy la fatiga de un espejo inmóvil o el polvo de un museo. Sólo una cosa no gustada espero, una dádiva, un oro de la sombra, esa virgen, la muerte. (El castellano permite esta metáfora.) La Cifra. 1981.…
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Joan Manuel Serrat - Llegar a viejo (instrumental) Youtube.com Si se llevasen el miedo, y nos dejasen lo bailado para enfrentar el presente... Si se llegase entrenado y con ánimo suficiente... Y después de darlo todo - en justa correspondencia - todo estuviese pagado y el carné de jubilado abriese todas las puertas... Quizá llegar a viejo Sería más llevadero, Más confortable, Más duradero. Si el ayer no se olvidase tan aprisa... Si tuviesen más cuidado en donde pisan... Si se viviese entre amigos que al menos de vez en cuando pasasen una pelota... Si el cansancio y la derrota no supiesen tan amargo... Si fuesen poniendo luces en el camino, a medida que el corazón se acobarda... y los ángeles de la guarda diesen señales de vida... Quizá llegar a viejo Sería más razonable, más apacible, más transitable. ¡Ay, si la veteranía fuese un grado...! Si no se llegase huérfano a ese trago... Si tuviese más ventajas y menos inconvenientes... Si el alma se apasionase, el cuerpo se alborotase, y las piernas respondiesen... Y del pedazo de cielo reservado para cuando toca entregar el equipo, repartiesen anticipos a los más necesitados... Quizá llegar a viejo sería todo un progreso, un buen remate, un final con beso. En lugar de arrinconarlos en la historia, convertidos en fantasmas con memoria... Si no estuviese tan oscuro a la vuelta de la esquina... O simplemente si todos entendiésemos que todos llevamos un viejo encima.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Tárrega_Adelita Youtube.com Al llegar la medianoche y romper en llanto el Niño, las cien bestias despertaron y el establo se hizo vivo... y se fueron acercando y alargaron hasta el Niño sus cien cuellos, anhelantes como un bosque sacudido. Bajó un buey su aliento al rostro y se lo exhaló sin ruido, y sus ojos fueron tiernos, como llenos de rocío... Una oveja lo frotaba contra su vellón suavísimo, y las manos le lamían, en cuclillas, dos cabritos... Las paredes del establo se cubrieron sin sentirlo de faisanes y de ocas y de gallos y de mirlos. Los faisanes descendieron y pasaban sobre el niño su ancha cola de colores; y las ocas de anchos picos arreglábanle las pajas; y el enjambre de los mirlos era un vuelo palpitante sobre del recién nacido... Y la Virgen entre el bosque de los cuernos, sin sentido, agitada iba y venía sin poder tomar al Niño. Y José sonriendo iba acercándose en su auxilio... ¡Y era como un bosque todo el establo conmovido!…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach - Prelude in C Major1 Youtube.com Estoy viva como fruta madura dueña ya de inviernos y veranos, abuela de los pájaros, tejedora del viento navegante. No se ha educado aún mi corazón y, niña, tiemblo en los atardeceres, me deslumbran el verde, las marimbas y el ruido de la lluvia hermanándose con mi húmedo vientre, cuando todo es más suave y luminoso. Crezco y no aprendo a crecer, no me desilusiono, ni me vuelvo mujer envuelta en velos, descreída de todo, lamentando su suerte. No. Con cada día, se me nacen los ojos del asombro, de la tierra parida, el canto de los pueblos, los brazos del obrero construyendo, la mujer vendedora con su ramo de hijos, los chavalos alegres marchando hacia el colegio. Si.. Es verdad que a ratos estoy triste y salgo a los caminos, suelta como mi pelo, y lloro por las cosas más dulces y más tiernas y atesoro recuerdos brotando entre mis huesos y soy una infinita espiral que se retuerce entre lunas y soles, avanzando en los días, desenrollando el tiempo con miedo o desparpajo, desenvainando estrellas para subir más alto, más arriba, dándole caza al aire, gozándome en el ser que me sustenta, en la eterna marea de flujos y reflujos que mueve el universo y que impulsa los giros redondos de la tierra. Soy la mujer que piensa. Algún día mis ojos encenderán luciérnagas..…
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Mahler_Adagietto Symphony 5 Youtube.com Había una vez un hombre con tanta sed de amar que temía morir sin haber amado bastante. Temía sobre todo morir sin haber conocido uno de esos paraísos de amor, a que se entra una sola vez en la vida por los ojos claros u oscuros de una mujer. —¿Qué haré de mí —decía— si la hora de la muerte me sobrecoge sin haberlo conseguido? ¿Qué he amado yo hasta ahora? ¿Qué he abrazado? ¿Qué he besado? Tal temía el hombre; y ésta es la razón por la cual se quejaba al destino de su suerte. Pero he aquí que mientras tendido en su cama se quejaba, un suave resplandor se proyectó sobre él, y volviéndose vio a un ángel que le hablaba así: —¿Por qué sufres, hombre? Tus lamentos han llegado hasta el Señor, y he sido enviado a ti para interrogarte. ¿Por qué lloras? ¿Qué deseas? El hombre miró con vivo asombro a su visitante, que se mantenía tras el respaldo de la cama con las alas plegadas. —Y tú, ¿quién eres? —preguntó el hombre. —Ya lo ves —repuso el intruso con dulce gravedad—. Tu ángel de la guarda. —¡Ah, muy bien! —dijo el hombre, sentándose del todo en la cama—. Yo creía que a mi edad no tenía ya ángel guardián. —¿Y por qué? —contestó sonriendo el ángel. Pero el hombre había sonreído también, porque se hallaba a gusto conversando a su edad con un ángel del cielo. —En efecto —repuso—. ¿Por qué no puedo tener todavía un ángel guardián que vele por mí? Estaría muy contento, mucho, de saberlo —agregó en voz baja y sombría al recordar su aflicción— si no fuera totalmente inútil… —Nada es inútil cuando se desea y se sufre por ello —replicó el ángel de la guarda—. La prueba la tienes aquí: ¿No has elevado la voz de tu deseo y tu sufrimiento? El Señor te ha oído. Por segunda vez, te pregunto: ¿Qué quieres? ¿Cuál es tu aspiración? El hombre observó por segunda vez la niebla nacarada que era su ángel. —¿Y cómo decírtela? Nada tiene ella de divino… ¿Qué podrías hacer tú? —Yo, no; pero el Señor todo lo puede. ¿Persigues algo? —Sí. —¿Puedes obtenerlo por tus propias fuerzas? —Tal vez sí… —¿Y por qué te quejas a la Altura si sólo en ti está el conseguirlo? —¡Porque estoy desesperado y tengo miedo! ¡Porque temo que la muerte llegue de un momento a otro sin que haya yo obtenido un solo beso de gran amor! Pero tú no puedes comprender lo que es esta sed de los hombres. ¡Tú eres de otro cielo! —Cierto es —repuso la divina criatura con una débil sonrisa—. Nuestra sed está aplacada… ¿Temes, pues, morir sin haber alcanzado un gran amor… un beso de gran amor, como dices? —Tú mismo lo repites. —No sufras, entonces. El Señor te ha oído ya y te concederá lo que pides. Pronto seré contigo. Hasta luego. —À tantôt —respondió el hombre, sorprendido. Y no había vuelto aún de su sorpresa cuando el respaldo de la cama se iluminaba de nuevo y oía al ángel que le decía: —La paz sea contigo. El Señor me envía para decirte que tu deseo es elevado y tu dolor, sincero. La eterna vida que exiges para satisfacer tu sed, no puede serte acordada. Pero de conformidad con tu misma expresión, el Señor te concede tres besos. Podrás besar a tres mujeres, sean quienes fueren; pero el tercer beso te costará la vida. —¡Ángel de mi guarda! —exclamó el hombre poniéndose pálido de dicha—. ¿A tres mujeres, las que yo elija? ¿A las más hermosas? ¿Puedo ser amado por ellas, con sólo que lo desee? —Tú lo has dicho. Vela únicamente por tu elección. Tres besos serán tuyos; mas con el tercero morirás. —¡Ángel adorado! ¡Guardián de mi alma! ¿Cómo es posible no aceptar? ¿Qué me importa perder la vida, si ella no se me ofrece más que como un medio para alcanzar mi Vida misma, que es amar? ¿A tres mujeres, dices? ¿Distintas? —Distintas, a tu elección. No levantes, pues, más tus quejas a la Altura. Sé feliz… Y no te olvides. Y el ángel desapareció, en tanto que el hombre salía apresuradamente a la calle. No vamos a seguir al afortunado ser en las aventuras que el divino y desmesurado don le permitió. Bástenos saber que en un tiempo más breve del preciso para contarlo, prodigó las dos terceras partes de su bien, y que cuando se adelantaba ya a conquistar su postrer beso, la muerte cayó sobre él inesperadamente. El hombre, muy descontento, pidió comparecer ante el Señor, lo que le fue concedido. —¿Quién es éste? —preguntó el Señor al ángel guardián, que acompañaba al hombre. —Es aquel, Señor, a quien concediste el don de los tres besos. —Cierto es —contestó el Señor—. Me acuerdo. ¿Y qué desea ahora? —Señor —repuso el hombre mismo—: He muerto por sorpresa. No he tenido tiempo de disfrutar el don que me otorgaste. Pido volver a la vida para cumplir mi misión. —Tú solo tienes la culpa —dijo el Señor—. ¿No hallabas mujer digna de ti? —No es esto… ¡Es que la muerte me tomó tan de sorpresa! —Bien. Tornarás a vivir y aprovecha el tiempo. Ya estás complacido; ve en paz. Y el hombre se fue; mas aunque en esta segunda etapa de su vida extendió más el intervalo de sus besos, la muerte llegó cuando menos lo esperaba, y el hombre tornó a comparecer ante el Señor. —Aquí está de nuevo, Señor —dijo el ángel guardián—, el hombre que ya murió otra vez. Pero el Señor no estaba contento de la visita. —¿Y qué quiere éste ahora? —exclamó—. Le hemos concedido todo lo que quería. Y volviéndose al hombre: —¿Tampoco hallaste esta vez a la mujer? —La buscaba, Señor, cuando la muerte… —¿La buscabas de verdad? —Con toda el alma. ¡Pero he muerto! ¡Soy muy joven, Señor, para morir todavía! —Eres difícil de contentar. ¿No cambiaste tú mismo la vida por esos tres besos que te dan tanto trabajo? ¿Quieres que te retire el don? Tienes aún tiempo de alcanzar una larga vida. —¡No, no me arrepiento! —¿Qué, entonces? ¿No son bastante hermosas las mujeres de tu planeta? —Sí, sí, ¡déjame vivir aún! —Ve, pues. No sueñes con otra clase de mujeres; y busca bien, porque no quiero oír hablar más de ti. Dicho esto, el Señor se volvió a otro lado, y el hombre bajó muy contento a vivir de nuevo en la Tierra. Pero por tercera vez repitiose la aventura, y el hombre, sorprendido en plena juventud por la muerte, subió por cuarta vez al cielo. —¡No acabaremos nunca con este personaje! —exclamó al verlo el Señor, que entonces reconoció enseguida al hombre de los tres besos—. ¿Cómo te atreves a volver a mi presencia? ¿No te dije que quería verme libre de ti? Pero el hombre no tenía ya en los ojos ni en la voz el calor de las otras ocasiones. —¡Señor! —murmuró—. Sé bien que te he desobedecido, y merezco tu castigo… ¡Pero demasiada culpa fue el don que me concediste! —¿Y por qué? ¿Qué te falta para conseguirlo? ¿No tienes juventud, talento, corazón? —¡Sí, pero me falta tiempo! ¡No me quites la vida tan rápidamente! En las tres veces que me has concedido vivir de nuevo, cuando más viva era mi sed de amar, cuando más cerca estaba de la mujer soñada, tú me enviabas la muerte. ¡Déjame vivir mucho, mucho tiempo, de modo que por fin pueda satisfacer esta sed de amar! El Señor miró entonces atentamente a este hombre que quería vivir mucho para conseguir a la vejez lo que no alcanzaba en su juventud. Y le dijo: —Sea, pues, como lo deseas. Vuelve a la vida y busca a la mujer. El tiempo no te faltará para ello; ve en paz. Y el hombre bajó a la Tierra, muchísimo más contento que las veces anteriores, porque la muerte no iba a cortar sus días juveniles. Entonces el hombre que quería vivir dejó transcurrir los minutos, las horas y los días, reflexionando, calculando las probabilidades de felicidad que podía devolverle la mujer a quien entregara su último beso. —Cuanto más tiempo pase —se decía—, más seguro estoy de no equivocarme. Y los días, los meses y los años transcurrían, llenando de riquezas y honores al hombre de talento que había sido joven y había tenido corazón. Y el renombre trajo a su lado las más hermosas mujeres del mundo. —He aquí, pues, llegado el momento de dar mi vida —se dijo el hombre. Pero al acercar sus labios a los frescos labios de la más bella de las mujeres, el hombre viejo sintió que ya no los deseaba. Su corazón no era ya capaz de amar. Tenía ahora cuanto había buscado impaciente en su juventud. Tenía riquezas y honores. Su larga vida de contemporización y cálculo habíale concedido los bienes velados al hombre que no vuelve la cabeza por ver si la muerte lo acecha al gemir de pasión en un beso. Sólo le faltaba el deseo, que había sacrificado con su juventud. Joven poeta, artista, filósofo: no vuelvas la cabeza al dar un beso, ni vendas al postrero el ideal de tu joven vida. Pues si la prolongas a su costa, comprenderás muy tarde que el supremo canto, el divino color, la sangrienta justicia, sólo valieron mientras tuviste corazón para morir por ellos.…
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1 Rubén Darío: Cuento de Nochebuena 12:02
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Disukai12:02
Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach_El Clave Bien Temperado Fuga en mi mayor Youtube.com El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal -que había visitado el convento en un día inolvidable- había bendecido al hermano, primero, abrazádole enseguida, y por último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: “¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso…” Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas. Avino, pues, que un día de Navidad, Longinos fuese a la próxima aldea…; pero ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonoros…, era el órgano de Longinos que acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de Navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica: -¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la vida a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio! Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios. Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó estos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: ‘Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.’ No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodiaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario. Y sucedió que -tal como en los días del cruel Herodes- los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes… Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía: -Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte. Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre. Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano? ¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista… ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza… De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar… resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia… El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial labrada en mármol.…
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